Lunes 22 de Enero, 2024
“Y cuando estén orando, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, para que también su Padre que está en el cielo perdone a a ustedes sus ofensas”
Marcos 11:25 (NVI)
Llevo muchos años trabajando con personas en la iglesia y he visto a muchas de ellas, que también tienen mucho tiempo sirviendo a Dios, que en sus corazones conservan una pesada carga emocional que, por algún motivo, no logran dejar atrás. La mayoría guarda rencor hacia sus padres, hermanos o algún familiar cercano que fue determinante durante sus años de infancia. Las entiendo y créeme que imagino cuán difícil pudo haber sido transitar por alguna experiencia de violencia física, psicológica o abuso sexual siendo niños.
Lamentablemente esas historias se repiten día tras día porque nuestra sociedad, en el país que sea, está plagada de modelos errados, de vicios y de patrones de conducta enfermizos. Lo sabemos. Cada una de esas experiencias por supuesto que son difíciles de superar, pero la única manera de avanzar es sanándolas, perdonando y dejándolas atrás.
¿Te has fijado que cuando nos cortamos un dedo inmediatamente tratamos de curar la herida? Y ¿has visto también que si alguien nos hiere, no solo no hacemos algo por sanar esa herida, sino que la mantenemos en nuestro corazón por años?
Mientras dependa de nosotros, de nuestra voluntad, las heridas nunca se deben mantener abiertas, ni tampoco hay que mostrarlas constantemente. Son situaciones temporales, desafortunadas, pero circunstanciales, que se producen, pero inmediatamente debemos tratar de curarlas y dejarlas que cicatricen. No hay necesidad de hurgar constantemente para mantenerlas abiertas. Hacer esto es mucho más dañino y enfermizo que la “lesión” original. No nacimos heridos, ni podemos vivir heridos permanentemente. En el diseño original ¡no venimos con deterioro de ninguna clase! ¡Estamos muy bien hechos!
Cada herida debe ser vendada y sanada, de lo contrario no solo va a empeorar, sino que además va a crecer, se puede infectar y afectar otros órganos, como si fuera un cáncer. Es cierto que algunas personas nos hacen daño y nos causan heridas, pero nosotros también nos las hacemos, y a veces muy profundas. Pero ¿sabes una cosa? Da lo mismo cómo haya comenzado esa lesión emocional, lo que hay que hacer es concentrarse en curarla lo más pronto posible.
Dios, en cambio, ¡jamás hiere! Al contrario, Él es un experto diagnosticando, vendando, cicatrizando, desinfectando y sanando las heridas más profundas de una persona. No importa ni el tamaño, ni la gravedad de la herida. De hecho, la Biblia afirma que Él puede vendar, sanar y tratar las heridas del corazón.
No es un proceso sencillo, pero mientras más tardemos en comenzar la labor de “limpieza” radical, más daño nos haremos y más tardaremos en lograr la paz, la calma, la armonía y el equilibrio para avanzar en nuestro camino, livianos, ligeros y felices. Tomar la decisión de hacerlo es personal. No hay nadie que pueda entrar a un corazón herido, salvo su dueño. Seguir dándole vueltas al rencor por lo que alguien nos hizo en el pasado no tiene sentido.
Vemos todo a través de nuestro propio lente. Todas las experiencias que hemos vivido los primeros cinco años de nuestra vida son los que marcan la forma en que interpretamos el mundo, cómo reaccionamos y actuamos ante determinada circunstancia. Repetimos todo aquello que nos han enseñado. Si hemos recibido amor y respeto, seremos personas amorosas, respetuosas y consideradas. Si hemos recibido violencia y maltrato, lo más probable es que también seamos personas violentas y abusivas, hasta que decidamos romper con ese círculo destructivo. Algunos logran hacerlo… otros, lamentablemente no pueden. Sin embargo, la decisión es nuestra y el trabajo, es de Dios.
Dejemos que Dios renueve nuestro corazón cansado.
Oración
Señor, mi corazón está dolido, me cuesta olvidar las heridas que me han hecho. He decidido perdonar, pero no podré hacerlo con mis fuerzas, solo tú me das la gracias de perdonar y olvidar.
Sé que algunas heridas toman tiempo, pero tú eres el médico; descanso en tu amor y misericordia. Gracias porque sé que tu enjugarás todas mis lágrimas. Confío en ti.
Tomado del libro “Busca tu propio Ángel”