Lunes 08 de Septiembre, 2025
¿Por qué nos enfermamos? ¿Por qué una misma bacteria, puede afectar gravemente a unas personas y en otras, producir solo síntomas superficiales? Estas preguntas no tienen respuestas sencillas, pero podemos mirar un poco de la historia para profundizar más.
En el siglo XIX, hubo dos posturas opuestas sobre las bacterias y sus efectos en el cuerpo.
Por un lado, Louis Pasteur, especialista en química y microbiología, sostenía que la gravedad de una enfermedad dependía de la agresividad de la bacteria. Por otro lado, Claude Bernard, médico y fisiólogo, afirmaba que lo determinante era la vulnerabilidad del organismo en el momento de exponerse a esa bacteria. Bernard tenía razón: “la bacteria no es nada, el cuerpo del huésped, lo es todo”.
La realidad es que ninguna enfermedad tiene una causa única. Incluso cuando existen predisposiciones genéticas (enfermedades autoinmunes, cáncer, etc.), estas no son una condena segura. Tampoco la personalidad por sí sola provoca enfermedad: alguien ansioso, nervioso y fumador puede tener mayor riesgo de un infarto, pero la ansiedad en sí misma no causa directamente un problema cardíaco. Son múltiples los procesos y factores que influyen en la salud o la enfermedad: lo que pensamos, cómo nos alimentamos, cómo manejamos el estrés y también el entorno que nos rodea.
Como cristianos sabemos que Dios hace todas las cosas nuevas. Al comenzar nuestra vida en Cristo creemos que todo (vivencias, traumas, creencias limitantes) queda atrás. Pero esa es solo una parte de la verdad. Sí, Dios transforma, pero muchas veces nosotros no le damos acceso completo a nuestro interior. Guardamos bajo llave habitaciones llenas de recuerdos dolorosos, creyendo que si permanecen cerradas desaparecerán. Sin embargo, esas sombras siguen condicionando nuestro presente. La Luz del mundo desea entrar a iluminar cada rincón de nuestro ser.
Mirar hacia dentro puede resultar doloroso, y por eso solemos evitarlo. Pero si lo hacemos con compasión y honestidad, podremos poner esas cargas a los pies de Cristo y comenzar un proceso real de sanidad. Como podemos leer en los Salmos:
- “Examíname, oh, Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis ansiedades.” (Salmo 139:23)
- “Examíname, Señor, ¡ponme a prueba! Purifica mi corazón y mi mente.” (Salmo 26:2)
Los científicos coinciden en que la enfermedad muchas veces refleja una falta de armonía interna. Hablar de manera positiva no siempre equivale a salud: a veces nuestro “pensamiento positivo” es solo un mecanismo de defensa para reprimir la ansiedad y evitar enfrentarla. Fingimos que “todo está bien” con la esperanza de que lo que sentimos desaparezca.
El verdadero pensamiento positivo no excluye la realidad. Crecemos cuando dejamos de culpar al entorno y enfrentamos nuestras heridas, entregándolas al Señor para que Él las sane. Hablar del pensamiento negativo no significa vivir con tristeza, sino reconocer lo que no funciona en nosotros, lo que está en desequilibrio, y llevarlo a la cruz.
Cuanto más tiempo neguemos nuestra ansiedad, más efecto dañino tendrá sobre nuestra mente, sentimientos y corazón. Si le damos lugar al poder del pensamiento negativo, estaríamos aceptando un vacío que solo Cristo puede llenar. En lugar de permanecer en ese vacío, reconocemos nuestra necesidad de Dios y dejamos que su Espíritu nos llene con esperanza, paz y vida abundante.
“Que el Dios de la esperanza los llene de toda alegría y paz a ustedes que creen en Él, para que rebosen de esperanza por el poder del Espíritu Santo.” (Romanos 15:13, NVI)
Oración
Señor, ayúdame a comenzar a mirarme hacia adentro en vez de culpar a mi entorno, mis circunstancias o mis temores. Que pueda ir a tu presencia y disfrutar de la bendición que me das: poder estar contigo e ir sanando mis heridas con tu ayuda. Enséñame a orar, te doy acceso a mi vida, muéstrame lo que necesito entregarte.
Gracias porque siempre estás conmigo y tu luz ilumina mi vida. En tu poderoso nombre, amén.